El 19 de mayo los hermanos del padre José Miguel Machorro sólo querían que acabara aquel infierno, agarrar sus bolsas y regresarse con Miguel a su pueblo, en Tehuacán (Puebla). Detrás de una puerta doble de hospital, que anunciaba un pasillo infinito hasta la terapia intensiva, descansaba el cura. Unos días antes había sido apuñalado brutalmente en mitad de una misa que él oficiaba en la catedral de la Ciudad de México, uno de los templos más visitados del país. Y sus hermanos, que esperaban noticias detrás de aquel umbral, sentían que estaban viviendo una pesadilla, no lo podían creer. Su salud mejoró algo y consiguieron regresar a su casa. Y allí continuó el calvario. Machorro empeoró, fue trasladado de urgencia a la capital esta semana y los médicos han diagnosticado la noche de este miércoles su muerte cerebral.
Al sacerdote lo quiso degollar un hombre de 33 años mientras oficiaba misa en la catedral de la Ciudad de México el pasado 15 de mayo. Se fue directo al altar y le clavó un cuchillo de combate en la yugular. Los daños fueron irreversibles. Sus órganos comenzaron a fallar, una infección intestinal y un problema en los riñones acabaron por sentenciar esta semana la muerte inminente del cura.
Un hombre de pelo rizado y muy negro acaparó las primeras páginas de todos los medios nacionales. Después de unos momentos de tensión y confusión acerca de un posible ataque terrorista, un juez determinó que padecía un «trastorno psicótico» y que no se le podía imputar ningún delito. Se trataba de Juan René Silva —que no era ni francés ni gringo, como se él mismo alegó al ser detenido— sino de Matehuala, un municipio de San Luis Potosí (centro de México) y su madre lo llevaba buscando dos meses.
«Antes, dentro de la iglesia a los sacerdotes no les sucedia nada de lo que pasaba fuera. Eran personas sagradas», explicaba a este diario el cura José de Jesús, subdirector de radio y televisión del Arzobispado de México. En un confesionario, el padre Tarsicio Téllez, ataviado con una sotana blanca y estola morada, agachaba la cabeza para escuchar mejor: «Esto le puede pasar a cada uno, porque con la situación que estamos pasando le puede suceder a cualquiera. Mire nada más todos los curas secuestrados y asesinados en el resto de la República. Siempre ha habido mártires, Machorro pudo ser otro». En septiembre del año pasado asesinaron a tres en una semana, dos en Veracruz y uno en Michoacán.
Aquella tarde del 15 de mayo la sangre de Machorro manchó para siempre el recinto sagrado y esa imagen se quedó grabada a fuego en el imaginario colectivo mexicano. Muchos se preguntan si queda un solo lugar en México donde no se filtre la violencia. Algunos fieles se lamentaban: «Han profanado el templo. Ya no se respeta nada».
Información de El País
https://elpais.com/internacional/2017/08/03/mexico/1501731489_200201.html